martes, 10 de abril de 2012

El Fraude de la Anti Política 1: Italia



Los partidos políticos de todo el mundo entraron a partir de los años setenta y ochenta en una aguda crisis de legitimidad y representatividad que llevaría en la década de los noventa al desastre a varios sistemas partidistas. En ese momento se tenía la esperanza de que el surgimiento de nuevos partidos pretendidamente ajenos a los tradicionales grupos de poder y dueños de una fachada “ciudadana” fuera capaz de revigorizar los gobiernos de países que habían padecido de clases políticas excesivamente corruptas e ineficientes. En naciones como Italia, Japón, Venezuela, Perú, emergieron grupos encabezados por caudillos pretendidamente  “civiles” que decían encabezar una revuelta de las “auténticos” ciudadanos en contra de los “perversos políticos de siempre”. Los resultados, a la vuelta de los años, fueron enormemente decepcionantes. Los caudillos “civiles” resultaron muchas veces peores que los políticos tradicionales y los países que se embarcaron en la aventura de tratar de reconstruir sus sistemas de partidos seducidos con el discurso de la antipolítica enarbolado por estos ciudadanos supuestamente “impolutos” cayeron en graves crisis de diversa índole, cuando no en las garras de regímenes abiertamente autoritarios.

"Que todo cambie para que todo permanezca igual"; la vieja fórmula gatopardiana volvió a su país de origen para presidir sobre el debate de reforma política que agitó con fuerza a Italia en los años noventa, y es que es el italiano uno de los casos más significativos del fracaso de la anti política militante. Tras varios años de haberse suscitado la histórica rebelión de un electorado harto de inestabilidad y corrupción, que llevó a la espectacular caída en desgracia de casi la totalidad de la clase política tradicional, los italianos no tardaron en ser testigos de cómo sus nuevos dirigentes eran incapaces de efectuar una reforma constitucional efectiva que hiciera justicia a sus anhelos de mayor estabilidad, honradez y eficacia en el gobierno; de ejercer la responsabilidad de la administración pública con honestidad y eficacia y de emprender las transformaciones profundas que urgían al anquilosado sistema productivo del país para que pudiera seguir siendo uno de los siete más importantes del mundo.

Aniquilados por la acción valiente y autónoma de los jueces que efectuaron la operación “manos limpias” (mani pulite), los viejos políticos de la tangentópolis y los partidos de la partitocrazia cedieron su lugar a nuevas formaciones y líderes que han demostrado una pavorosa ineptitud para llevar adelante la perentoria transformación. Se trata, como la definió Indro Montanelli, de una generación de “políticos pigmeos”, que hacen aparecer a los turbios Andreotis, Craxis, La Malfas y Martellis del pasado como estadistas añorables.

Desde luego, el tema de la reforma no era nuevo en Italia. La necesidad de una transformación radical ha sido tema sempiterno de la política italiana prácticamente desde la fundación de la República en 1946. Decenas de gobiernos se habían creado y disuelto en Italia desde entonces la disolución de la monarquía. Esta inestabilidad dio lugar a un incesante cuasi vació de poder y a una serie de vicios como el centralismo excesivo, la burocratización exagerada, la corrupción, el surgimiento de clientelismos y de padronazgos políticos, y la extensión de la influencia de la mafia, que han atosigado a la vida política y administrativa del país. Aunque si bien es cierto que estos problemas no pudieron impedir el desarrollo económico de Italia, país considerado como una de las siete naciones más industrializados del orbe durante hasta los años ochenta pero que desde finalesw de siglo pasado ha iniciado un escandaloso declive.

Buena parte de la culpa del rezago italiano fue cargado a la forma en que Italia se gobernó por mucho tiempo. La República trabajó desde el principio sobre la base de un sistema electoral de estricta representación proporcional. Este método dio lugar a la proliferación de partidos políticos en el Parlamento: más de una decena como promedio desde al final de la Segunda Guerra Mundial. La intención de los autores de las leyes electorales de la República era el dar preferencia bajo toda circunstancia a los partidos sobre los candidatos individuales. De esta forma, las dirigencias partidistas decidían sobre todo lo concerniente a la vida parlamentaria y gubernamental italiana, ejerciendo el poder muchas veces sin considerar demasiado a los intereses de los electores. Por otra parte, con el proporcionalismo puro se procuraba fragmentar lo más posible la repartición del poder entre varias organizaciones, con el propósito fundamental de impedir que tendencias o grupos totalitarios fueran capaces, una vez más, de asumir el control político.

La partitocrazia, nombre con el que se conoce en Italia al dominio de los partidos sobre el sistema político, pronto daría muestras de sus innumerables defectos. Inestabilidad, clientelismo y corrupción se hicieron presentes desde los primeros días de la República. Sin embargo, los ciudadanos toleraron esta situación durante el período de la Guerra Fría, cuando la alternativa entonces parecía ser el régimen comunista. En efecto, a los pocos meses de fundada la República se rompió la coalición entre democristianos, republicanos, liberales, socialistas y comunistas que se había hecho cargo del país desde la caída del fascismo, dejando en su lugar una difícil polarización que enfrentaba a los democristianos y sus aliados con el que, a la sazón, era el Partido Comunista más poderoso de Europa occidental.

Se empezó a gestar un sistema político anquilosado que desentonaba agudamente con el país moderno y boyante (aunque no exento de inequidades regionales), que era Italia. La política presentaba un peligroso inmovilismo que no respondía a los cambios socioeconómicos nacionales. El imperio del clientelismo y la incapacidad de los partidos para reformar las estructuras estatales fueron puntualmente descritas, sobre todo, por Giafranco Pasquino, el destacado politólogo de la Universidad de Bolonia que se desempeñó como senador de la República de 1983 a 1992. Pasquino afirma que el problema fundamental italiano es la incapacidad del sistema político a adecuarse al cambio societal, y enfatiza la responsabilidad que en esto tiene la hegemonía de los partidos, los cuales están fracasando notoriamente en la tarea de representar eficazmente las opiniones e intereses de los diferentes grupos sociales.


Ninguna de las iniciativas de los dirigentes políticos italianos de la posguerra logró concretar la tan ansiada reforma. En los años sesentas, luego de que la Guerra Fría declinara. Aldo Moro formó una coalición que dio lugar a la presencia en el gobierno de los socialistas, por primera vez en diecisiete años, iniciándose así una larga etapa de cooperación gubernamental entre el PDC y el PSI. Pero casi nada cambio de fondo con los socialistas en el gobierno. Más tarde, hacia mediados de la década de los setentas, vendrían los años del Compromesso Storico, que marcó el inicio del viaje al centro del Partido Comunista. Sin embargo, pese a que se despertaron grandes expectativas, las cosas permanecieron iguales. En 1979, con el asesinato de Moro y la recesión económica en su cenit, se hacían cada vez más evidentes las graves deficiencias del sistema político. Grandes dificultades afrontaba el país (crisis económica, guerrilla urbana, corrupción, centralismo, etc.) mientras el gobierno se encontraba atrofiado por culpa de las burocracias partidistas.

La reforma política empezó a ser el tema dominante durante los años ochenta, década en la que ascendió la estrella política de Bettino Craxi, presidente del Partido Socialista. Craxi, quien estableció un récord de perdurabilidad como primer ministro, se manifestó abiertamente por la elección directa del presidente de la nación, con el propósito de que el jefe de Estado dejara de ser la figura meramente ornamental que ha conocido hasta la fecha la República, para pasar a ser un árbitro eficaz que sirviera como contrapeso efectivo al Parlamento. Al mismo tiempo, las voces de quienes reclamaban modificaciones sustantivas en los métodos electorales se multiplicaban, creando un ambiente propicio para la celebración de transformaciones profundas en el sistema político italiano.

Fue en esta etapa cuando se formó en el Parlamento la primera de las “comisiones bicamerales”, que desde entonces se han dedicado a estudiar el tema de la reforma institucional. En esta primera comisión (conocida por comisión Bozzi), como en sus dos sucesoras, participaron legisladores parlamentarios de ambas cámaras, miembros de todos los partidos con representación parlamentaria. Tras un año de deliberaciones, la comisión Bozzi sacó como únicas conclusiones trascendentes que Italia debía adoptar un sistema electoral mixto parecido al que funciona en Alemania Federal para procurar poner fin al partidismo exacerbado, y subrayaba la necesidad de fortalecer el papel del Poder Ejecutivo incrementado la autoridad del primer ministro frente al Parlamento. Sin embargo, a pesar de lo limitado de sus resultados, las reformas propuestas por la comisión Bozzi ni siquiera fueron votadas por el pleno de la Cámara de Diputados.

Pero la bomba estalló, y de la manera más inusitada, a mediados de 1991, cuando el diputado democristiano Mario Segni, encabezando el Movimiento Popular para la Reforma, logró obtener el apoyo suficiente para forzar al gobierno a convocar a un referéndum para decidir sobre la cuestión de la reforma política. Aunque formalmente en el plebiscito sólo se puso a consideración una modificación mínima al sistema proporcional, la elevada participación electoral (62%) fue una prueba clara de que los electores deseaban ver cambios. Al mismo tiempo, surgieron nuevas formaciones políticas, la mayor parte de ellas de carácter regionalista, que se reportaron listas para retar al establisment partidista tradicional. Los focos rojos se encendieron cuando las denominadas “Ligas del Norte” obtuvieron resultados favorables en los comicios municipales de 1990.

Las elecciones de 1992 marcaron el principio del fin para el viejo sistema de partidos. Mientras las tres organizaciones que habían dominado el escenario durante toda la posguerra - el Partido Demócrata Cristiano, el Partido de la Izquierda Democrática (PID; ex PCI) y el Partido Socialista -, sufrieron pérdidas históricas, las Legas autonomistas del norte y las organizaciones antimafia del sur obtuvieron importantes porcentajes a favor. El éxito de estos nuevos partidos fue considerado como un masivo voto de protesta en contra del atrofiamiento del sistema político.

El Parlamento electo en 1992 accedió a formar una nueva comisión bicameral que, supuestamente esta sí, estaba destinada a sugerir un paquete de reformas políticas de tal trascendencia, que se hablaba de la inminente fundación de la II República Italiana. Empero, la resistencia del status quo pudo más La segunda bicameral fue también relativamente limitada en sus conclusiones, a pesar que para entonces ya estaba en marcha la operación mani pulite que barrería con la vieja clase política. El principal resultado de esta comisión fue la adopción de un sistema electoral donde tres cuartas partes de los miembros da cada una de las dos cámaras legislativa son electos en distritos uninominales, y el cuarto restante mediante una fórmula proporcional. La nueva legislación electoral pretendía poner fin a la hegemonía de los partidos privilegiando la relación directa entre los candidatos y los electores de cada distrito. Una vieja ilusión ésta, la de pretender que privilegiando la representación en distritos uninominales y minimizando la proporcionalidad se va a lograr una mejor representividad, una fórmula que quizá (y con dudas)  sirva en el muy excepcional caso norteamericano, pero que en ningún otro sistema ha comprobado ser plausible. Si bien el excesivo proporcionalismo electoral fue uno de los puntales de la partitocrazia italiana,  también es cierto que la introducción del uninominalismo de nada sirvió para menguar el poder de las burocracias partidistas. Hay que tomar nota de estas experiencias.


Además, entre otras cosas, se aprobó retirar el subsidio oficial a los partidos y desaparecer un par de pequeños ministerios. Fuera de estas iniciativas, la bicameral poco aporto para enfrentar problemas tan acuciantes como el centralismo, la burocratización, la mafia, y las desigualdades regionales, además de que no llegó a ninguna conclusión sobre la necesidad de fortalecer al Poder Ejecutivo frente al Parlamento.

Fue así que en medio de una crisis política sin precedentes y bajo las nuevas reglas electorales se celebraron los comicios de 1994, los cuales marcaron el fin definitivo al viejo sistema de partidos. A estas elecciones los partidos y corrientes políticas que habían dominado el panorama del país desde el fin de la guerra mundial (comunistas, socialistas, democristianos, liberales, etc.) acudían profundamente desacreditadas. En contraste,  Surgían pujantes los partidos regionalistas, las organizaciones antimafia, y por sobre todas las cosas un singular y poderoso movimiento capitaneado por el hombre más rico del país, Silvio Berlusconi, magnate de los medios de comunicación y dueño del equipo de futbol Milan AC (entre otras cosas), que a base de golpe de chequera, de explotar su presencia mediática y de utilizar un facilón pero muy popular discurso anti político fundó el partido Forza Italia. Tan apartado quería Berlusconi hacer ver a su organización de la política tradicional  que le puso el nombre de la porra con la que los tifosi italianos apoyan a la scuadra azurra en los estadios de fútbol. Cero ideología, programa o principios intangibles, sólo ciudadanos comunes y corrientes, gente buena y desorientada perenne víctima de las maquinaciones  que urdían los políticos, electores engañados por una atroz y corrupta clase política. Y para comandarlos estaba el ciudadano Berlusconi, un “honesto” y trabajador empresario que se sacrificaba haciendo política para salvar a la patria. Forza Italia pretendía hacer una reforma “de pies a cabeza” del sistema político y en economía ofrecía dinamizar la atrofiada economía italiana con un plan de creatividad empresarial que haría más chico y eficiente al Estado, privatizaría empresas y achicaría a la obesa burocracia.

Por su parte, la izquierda se vio obligada a reconvertirse. El Partido Comunista se “socialdemocratizó” y pasó a llamarse Partido Democrático de la Izquierda (PDS). Aliado a grupos y partidos afines, el PDS también trató de subirse al carro de la modernización económica y se comprometió  a por erigir un “Estado que administrara menos y gobernara más”, pero la incitativa la tuvieron en todo momento Berlusconi y sus aliados: el ex fascista del Frente Nacional (ahora disfrazados bajo su nueva denominación de la “Alianza Nacional”), de Giafranco Fini y la Liga Norte, del estridente Umberto Bossi. La derecha integro la coalición llamada El Polo de la Libertad, que salió triunfadora en los comicios, dejando al PDS en la oposición mientras que la Democracia Cristiana sucumbió para dar lugar a formaciones centro derechistas pequeñas y el Partido Socialista desapareció definitivamente de escena. Silvio Berlusconi fue nombrado primer ministro el 10 de mayo de 1994.

Los retos para el nuevo gobierno eran el de revivir a la economía y establecer una reforma de gobierno. Además, se debía terminar con la burocracia y privatizar las firmas estatales.

Al subir a la cabeza del gobierno italiano una nueva clase política, sin nexos con los viejos partidos, los ciudadanos esperaban que la administración de Berlusconi trabajara realmente comprometida con el cambio. Pero el desencanto llegó muy, muy rápido. El gobierno de Berlusconi al poco tiempo cayó víctima también de la corrupción. El 5 de diciembre de 1994 investigaciones de la policía helvética  provocaron una “estallido” en las instalaciones del grupo Fininvest, propiedad de Silvio Berlusconi, y en la sede del Banco Arner, también del magnate italiano. Los jueces descubrieron que diversos funcionarios del sector público italiano habían depositado dinero en el Banco Arner, y revelaron también que las sociedades italianas y malteses que escondían fondos negros eran reconocidos directamente por dicho banco. Asimismo, los magistrados deseaban obtener información secreta sobre las finanzas oscuras del grupo que encabezaba Silvio Berlusconi.

Debido a la presión ejercida por la oposición y por los escándalos de corrupción, Silvio Berlusconi se vio obligado a renunciar al cargo de primer ministro en diciembre de 1994.


 Todos esperaban que la administración de Berlusconi fuera revolucionaria. Después de todo, se trataba del ascenso al poder de una clase política completamente nueva, sin nexos con los viejos partidos ni con los intereses que estos representaban y, por lo tanto, comprometidos únicamente con el cambio. Pero las esperanzas de reforma fueron desairadas. El gobierno de Berlusconi y de sus aliados Fini y Bossi navegó en la indecisión y la mediocridad, hasta que cayó víctima del mismo mal que había llevado a la vieja clase política al desastre: la corrupción. En 1996 se hicieron necesarias nuevas elecciones generales, las terceras en cuatro años, de las que salió triunfante la centro izquierda, ahora aglutinada en la Coalición del Olivo, formada principalmente por el Partido de la Izquierda Democrática, la cual postuló como candidato a primer ministro al ex democristiano. Romano Prodi, hombre de poca experiencia política, pero que se había destacado como un gran administrador.



Con la centro izquierda en el poder renacieron, una vez más, los anhelos transformadores. En enero de 1997 empezó a trabajar una nueva comisión bicameral, la tercera, con la vieja misión de cambiar la Constitución e inaugurar, por fin, a la añorada II República. Muchas fueron las propuestas y las ideas que se consideraron en la bicameral, tales como implantar un régimen semipresidencial al estilo francés, adoptar un mecanismo electoral uninominal a dos vueltas que diera lugar a mayorías estables, instaurar un sistema federal parecido al alemán que desterrara al inoperante centralismo tradicional, fortalecer al Senado para convertirlo en una cámara efectiva de representación regional, reducir drásticamente el número de legisladores, instituir la elección directa del primer ministro para otorgarle a éste independencia frente a los vaivenes parlamentarios, y reformar al Poder Judicial.



Pero, a fin de cuenta el resultado fue otra desilusión. Las tímidas conclusiones de la Comisión demuestran la preocupante falta de imaginación y el miedo casi epidérmico al cambio que padecen los políticos italianos. Fue otra oportunidad perdida que condenó a Italia a más  años de inestabilidad, corrupción e ineptitud gubernamental.



El fiasco en el que acabó la transformación gatopardiana del sistema político italiano  hizo evidente la diminuta dimensión de la nueva clase política italiana, integrada por magnates egocéntricos, neofascistas renovados, independentistas mesiánicos y mediocres ex comunistas reconvertidos en socialdemócratas. No hace mucho, mediante una genial alegoría, Michelangelo Bovero imaginó el más execrable régimen posible, la Kakistocracia, resultado de la nefasta combinación de las peores formas de gobierno: tiranía, oligarquía y oclocracia, en una crítica apenas velada contra tres de los principales dirigentes de la Italia actual: Fini, Berluscuni y Bossi . No se equivocó Bovero. La mayor parte de los dirigentes políticos italianos surgidos de la revuelta anti política de los noventas son pedestres, corruptos, ineficientes y demagogos. Y el peor, desde luego, ha sido Silvio Berlusconi



Grotesco fue el final del último gobierno del Cavalier en 2011, en medio de sórdidos escándalos sexuales y con Italia literalmente al borde de la bancarrota. En un hecho sin casi sin precedentes los dirigentes de Francia y Alemania, Merkel y Sarkozy, demandaron la dimisión del italiano (su par como jefe de gobierno) como condición sine qua non de cualquier posibilidad de rehabilitación italiana.  



Fue il Policcinela di Milano el jefe de Gobierno italiano que más tiempo duró en la responsabilidad y los resultados que arrojó son más que magros. Lo de Berlusconi solo fue show todo el tiempo. Mucho se dice que los italianos estuvieron fascinado con el espectáculo berlusconiano, que el Cavalier es el italiano “quintaesencial”, de que se veían en él como todo lo que quisieran ser en esta vida: ricos, guapos, poderosos y “listillos”. Con una vulgaridad y un mal gusto excepcionales, pero exitoso en la vida. Pero más allá de consideraciones psicológicas y hasta poéticas, lo que sucedió en Italia conlleva varias lecciones: no basta con la disolución de una vieja clase política corrompida e ineficaz para garantizar el éxito de un régimen democrático, si quienes la relevan en el poder son aún más corruptos e ineficaces; es falsa la simple dicotomía de “políticos siempre malos, ciudadanos siempre buenos”; y la corrupción e ineficacia son mucho peores si encima sumamos demagogia, populismo y mesianismo.


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